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domingo, 19 de agosto de 2012

El sueño interrumpido de Pakal el Grande, “El señor de la Pirámide”

 

Reportaje Pakal

 

 

 

A 60 años del hallazgo de la tumba de Pakal

 

Por Carmen Mondragón Jaramillo
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Hallazgo tumba Pakal

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La mirada dirigida a uno de sus compañeros no deja entrever conmoción alguna en el rostro de Alberto Ruz Lhuillier. Los ojos penetrantes y las cejas arqueadas que arrugan su frente parecen proyectar más bien una interrogante, una idea y una emoción que en ese instante todavía están por asimilarse. El cuerpo inclinado del arqueólogo cubre el centro de la fotografía, su cara iluminada asoma entre una lápida con glifos por descifrar y un piso de piedra sobre el que apoya pesadamente las manos. La ilusión de profundidad y misterio recae en las piernas cubiertas por un manchado pantalón, mismas que se proyectan encogidas al interior de la tumba, indicando que el cuerpo mortal de Alberto Ruz se resiste a escapar del túnel del tiempo que representa el sarcófago, y aún más, de los huesos del hombre-dios, ahí sepultado, sin duda, un ajaw,  alguien que llevó a la grandeza al antiguo territorio maya de B’aakal, ahora conocido como Palenque.  

El reloj en su mano derecha, las gotas de sudor que apenas se perciben en su sien y la barba algo crecida, son sólo pistas que llevan a quien observa el retrato, a calcular las horas y el esfuerzo humano que debieron sucederse para llegar al anhelado momento, uno de los más importantes en la historia de la arqueología, ocurrido hace 60 años. Aunque cualquiera puede aventurarse a decir que se requirió de un día completo, o varios, su descubridor tal vez hubiera refutado que fueron necesarios años, que todo comenzó con su llegada a la ciudad todavía cubierta por la selva, en 1949.

Con la impresión ya atemperada por el tiempo, don Alberto describiría su encuentro con quien después se supo fue K’inich Janaab’ Pakal,  Pakal el Grande, evocando cómo “de las sombras surgía una visión de un cuento de hadas, una visión fantástica, etérea, de otro mundo…”, declaraciones que después se hartaría de repetir a los insistentes reporteros que debió atender, incluso décadas pasado el memorable hallazgo.
 

***


Como los viejos exploradores: costeando, río arriba y después a lomo de mula, entre la espesura de la selva tropical y caudales de agua cristalina —no por nada otro de los nombres de la ciudad fue Lakamha, el “Lugar de las grandes aguas”—, Alberto Ruz tuvo la fortuna de encontrar las ruinas palencanas todavía cubiertas por la maleza, aunque el volumen de las pirámides y su crestería como una corona de piedra, proyectaban la magnificencia de siglos atrás.

Así llegó a Palenque, sin embargo, una situación apremiante lo había obligado a venir México en 1935. Al igual que su padre y su abuelo, cubanos que vivieron exiliados en Francia por sus ideales políticos, el joven Alberto, pasados los años, también debió ‘salir por pies’ de La Habana, como disidente de la dictadura de Gerardo Machado. Con el dolor acuestas de dejar patria y mujer atrás (Calixta Guiteras fue condenada a una larga pena en la cárcel), al hombre culto y liberal, le aguardaba otra aventura en México, donde fue acogido por el gobierno de Lázaro Cárdenas; aquí descubriría de nuevo el amor, ciudades enteras y una tumba únicamente comparable con los sepulcros faraónicos, pues hasta ese entonces se desconocía que las estructuras mesoamericanas también cumplieran con una función funeraria.

En tierras mexicanas asumió su vocación de arqueólogo, graduándose en la recién creada Escuela Nacional de Antropología e Historia. Pasado el tiempo se encargaría de las zonas arqueológicas del sureste y tendría la oportunidad de dirigir las exploraciones en la Pirámide de las Inscripciones, una de las obras arquitectónicas más sorprendentes de Mesoamérica; pero ¿cómo era el doctor Alberto Ruz en aquel entonces?

Alberto RuzAlberto Ruz era un hombre muy sabio, en aquel tiempo era gruñón, nos traía a todos corriendo y tenía casi régimen de cuartel. Todos a tal hora a dormir, a tal hora a levantarse, bañarse… era la única manera de trabajar ahí. Había un momento en que antojaba sentarse debajo de un arbolito, y en eso sonaba un silbato, y otra vez pa’ arriba. Pero Alberto Ruz salvó Palenque, hizo un trabajo formidable, consolidó los edificios, todos ellos…, recuerda el museógrafo Iker Larrauri, quien llegó a colaborar en el sitio siendo un joven. Junto con sus amigos, los arqueólogos Jorge Angulo y Carlos Navarrete, Larrauri era uno de varios estudiantes de la ENAH, que ansiaban participar de lo que sabían, estaba sucediendo en “la ciudad más hermosa” de la civilización maya.

Los nueve cuerpos de la Pirámide de las Inscripciones, número relacionado con los niveles del inframundo maya, lucían ya despejados de follaje tras meses de trabajo y se había podido acceder al templo que lo remata. Observando concienzudamente, don Alberto reparó en unos “círculos” sobre el piso de estuco del templo… qué será, qué será… echó agua, y ésta se fue. Destapó otro de los tapones, y bueno, ¿debajo de esto qué hay? Al principio se pensó que estos agujeros sirvieron para meter tocones de madera que soportaban el trono del señor, pero en realidad se trataba de una gran losa de piedra con orificios, era un respiradero de piedra.

Entonces, Alberto Ruz se trajo a todos los fortachones y unas vigas, pero antes excavó a un lado de la losa y se dio cuenta que abajo estaba hueco… Yo creo que se volvió loco en ese momento, algo le ha de haber pasado por la mente, porque encontrar una cosa así en ese templo, ¡el más grande de la zona maya!, ¡el más lujoso!… Limpiaron por un lado, taz, taz, taz… y aparecieron los escalones interiores de la pirámide, como no pudieron mover la losa por el peso, ampliaron debajo de la piedra… y así estuvieron un buen tiempo, sacando escombro para despejar las escaleras que descendían.

Para mí es uno de los descubrimientos más afortunados, sucedido en la ciudad más hermosa, comenta con ojos brillantes y timbre inquieto Iker Larrauri.

Como un ejército de hormigas, decenas de hombres venidos de comunidades cercanas, entre ellas del propio Palenque que para ese entonces, mediados del siglo XX, se reducía a un par de calles, un banco, una cárcel y un solo hotel, el de Guillermo Lacroix —por donde paseaban libremente animales exóticos—, subían y bajaban los grandes peldaños de la Pirámide de las Inscripciones llevando sobre sus hombros tambos de tierra, la cual se fue sumando durante siglos a las toneladas de escombro que los antiguos mayas arrojaron para impedir la profanación de la morada de “El Señor de la Pirámide”, una de las varias acepciones que recibió Pakal II después de su muerte, en 683 d.C., según consta en inscripciones de la ciudad.

Era el domingo 15 de junio de 1952, cuando Alberto Ruz llegó al final de la escalera. Una pequeña puerta triangular apareció, invitando a penetrar con cautela el espacio que había permanecido cerrado por cerca de mil 300 años. A lo pocos días, un telegrama llegó a manos de doña Blanca Buenfil, quien se encontraba en la casa de Mérida, Yucatán, en donde residía con sus pequeños hijos Alberto y Jorge. Sin dudarlo, la familia tomó el tren rumbo a los límites de Tabasco y Chiapas, al pueblo de Palenque.

***

Alberto Ruz Buenfil, exalta ante la escritora Lorraine Krohnengold, su pertenencia a la generación de los años 50 y 60… “a la primera generación planetaria, primeros mutantes de la era atómica, los niños de las flores, el anuncio de una primavera para la humanidad, los precursores de los niños índigo, los redescubridores de los cristales de cuarzo…”.

El hijo del famoso arqueólogo, quien ahora se asemeja más a un ‘jefe apache’ blanco del post-hippismo, remueve sus recuerdos de cuando tenía siete años y bajó con sus cortos pies, los altos y resbalosos peldaños que lo llevaron a la morada del señor Pakal, viviendo una aventura como las descritas en los libros que le regalaba su padre.  

Entrada a la tumbaEsa primera impresión que tuve al entrar a la cámara mortuoria fue muy fuerte. La cámara estaba completamente cubierta de estalactitas y estalagmitas, era realmente como entrar a una gran cámara de hielo, muy húmeda. Todo el piso estaba lleno de agua. La lápida me quedaba muy arriba. Las sensaciones eran indescriptibles.

Las expresiones de mi padre también están guardadas en mi memoria, me describía de qué se trataba la lápida, me empezaba describir las diferentes partes de la lápida: esto es un glifo, esto es una fecha… Todos esos aspectos de lo que después se supo, era la tumba de un personaje de la realeza maya. Mi padre en ese momento, en junio de 1952, no sabía que era una tumba, durante algunos meses pensó que había descubierto el más importante altar de esa cultura, pero sí le quedó la sospecha, a él y sus colegas, de que podía tratarse de algo más.

El presupuesto se acabó y llegaron las lluvias, tuvo que esperar a noviembre para continuar las exploraciones. Apoyándose en una barreta de fierro, se percató que en realidad se trataba del borde de la tapa de un sarcófago, el polvo rojo del cinabrio le indicó que era un contexto fúnebre, obviamente había un entierro.

El levantamiento de la lápida a 50 centímetros de altura, usando cuatro gatos hidráulicos, y la imagen de mi padre colándose al interior del sepulcro, forma ya parte de la leyenda.

***

Las inscripciones de Palenque relatan que K’inich Janaab’ Pakal, “Escudo Ave-Janaab’ de Rostro Solar”, “entró al camino” el 28 de agosto de 683 d.C. Más de un milenio después, Alberto Ruz Lhuillier, interrumpía su sueño. Sobre el piso, yacía una ofrenda humana; los esqueletos de cinco hombres y una mujer que fueron sacrificados para acompañar al señor, eran la muestra clara del poder que ejerció este soberano durante 68 años, desde 615 d.C. cuando fue ungido a los 12 años, hasta su muerte. En lo muros y a manera de guardianes, nueve guerreros modelados en estuco rodeaban una extraordinaria lápida sobre un sarcófago.

Sobre esa losa que pesa alrededor de 7 toneladas, describe la doctora Mercedes de la Garza, el propio Pakal hizo esculpir una gran imagen cósmica que definía su sitio en el universo, como ser humano y como gobernante. Ahí está él, recostado sobre el mascarón descarnado que representa el aspecto de muerte del dios supremo, que era un dragón bicéfalo […] El cuerpo de Pakal, ya liberado de la mortaja, fue cuidadosamente depositado por los sacerdotes en el hueco pintado con rojo cinabrio; luego fue rociado con el mismo polvo rojo que aludía a la inmortalidad porque era el color del oriente, por donde resucita el Sol cada mañana, y le colocaron sus joyas de jade: una diadema sobre la frente, pequeños tubos que dividían su cabellera en mechones, collares, orejeras con colgantes de madreperla, pulseras y anillos. En su rostro pusieron su máscara de mosaico de jade, que conservaría su identidad para siempre […].

Centellantes, cientos de teselas de piedra verde estaban desperdigadas al interior del sarcófago cuando don Alberto Ruz lo abrió nuevamente.  Con sumo cuidado y un registro minucioso, a cargo de expertos como César Sáenz e Hipólito Sánchez, se levantaron cada una de las piezas. Sobre una mesa, los hijos y la esposa del arqueólogo “jugaron” a armar ese raro rompecabezas durante largas noches. Poco a poco, fue apareciendo un rostro antiguo, las facciones pétreas de Pakal el Grande: la frente marcando una pendiente que se extendía a la nariz, ojos estrábicos, mentón cuadrado… extraña simetría facial producto de una severa deformación inducida, dolorosa, pero que le confirió al hijo de la señora Sak K’uk y el señor K’an Mo’ Ix, una dimensión especial, divina.

***

Primeros análisisLa cripta del Templo de las Inscripciones, por su tamaño y suntuosidad es, sin duda —decía su descubridor—, la más extraordinaria estructura funeraria construida por un pueblo americano antes de la llegada del hombre blanco. Las medidas de ese ejemplo arquitectónico único, fueron tomadas palmo a palmo, y las obras en él contenidas, sobre todo la lápida del sarcófago y las cabezas de estuco de Pakal, se duplicaron gracias al equipo de Reproducciones del viejo Museo Nacional, que estaba bajo la responsabilidad del maestro Solano.

Iker Larrauri recuerda como ayer la plática que tuvo con su querido maestro Miguel Covarrubias al regresar a la Ciudad de México:

— ¡Cuéntanos, cuéntanos!, me dijo.

Cuando terminé de hablar de Palenque, de la cámara, me respondió:

— ¡Nadie la va ver!, ¡la van a cerrar, la gente no puede estar subiendo y bajando!... ¿hacemos una réplica?, ¿sale?

— ¡Pues, sale!, le contesté.

Efectivamente, con base en las reproducciones hechas por Iker Larrauri, Jorge Angulo y otros, se hizo una copia fiel de la cripta para el viejo Museo Nacional, misma que hoy se puede conocerse en el Museo de Antropología; y posteriormente se realizó otra para el Museo de Sitio de Palenque, apoyada además con recursos didácticos muy novedosos.    

Lo cierto, es que el maestro Covarrubias estuvo equivocado durante un buen tiempo. Hasta el año 2004, miles tuvieron la oportunidad de admirar la tumba de Pakal el Grande, al descender esos altos escalones de piedra caliza que pueden volverse una trampa mortal en época de lluvias. Y fue apenas el año pasado, que cualquier oportunidad de experimentar el enigma, quedó prohibida.

La cámara funeraria no había sido testigo de un trajín semejante desde hacía 58 años. A mediados de 2010, portando trajes de protección química —lo que daba a la escena un carácter futurista—, otra vez un equipo multidisciplinario del INAH se dio cita en la antigua cripta, pero ahora para descender la pesada lápida, y devolver a Pakal el letargo del que se atrevió a despertarlo Alberto Ruz Lhuillier.

Baste evocar la humedad que es el olor del misterio, el calor abochornante, el silencio improfanable, la distensión del espacio-tiempo que era, que es la atmósfera que priva y envuelve la morada de “El Señor de la Pirámide”, cuyos huesos permanecen en ese sarcófago hecho para la eternidad. Todo eso es insustituible, pese a las reproducciones más fidedignas.

***

Pakal mira de frente a Alberto Ruz. La cabeza de estuco con un ondulante tocado está sobre la cornisa de una ventana y al fondo, fuera de foco, se advierte la espesura y la extensión de la selva palencana. De pie, el arqueólogo retira el polvo del fino rostro del ajaw, con un explorador. A diferencia de la imagen que lo capta saliendo del sarcófago, en ésta, los perfiles de ambos personajes revelan una conexión, una especie de empatía. Parecen reconocerse, como si hubieran estado predestinados a encontrarse, a descubrirse uno en el otro.

Pakal el Grande mandó a construir lo que sería su templo funerario, aproximadamente en el año 675 d.C., ocho años antes de su muerte. Alberto Ruz se adelantó en el tiempo hace 33 años, y también dejó expresa su última voluntad, un templo, mucho, mucho más pequeño que la Pirámide de las Inscripciones, tanto que puede pasar desapercibido para el visitante de Palenque, pero ahí, frente a la gran pirámide, se encuentran los restos de un personaje también de leyenda: Alberto Ruz Luillier.

 

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