François Hollande y Angela Merkel acaban de jugar una muy mala pasada a la Unión Europea. La pareja franco-alemana, por una vez de acuerdo, decidió ayer enterrar un debate estratégico sobre el futuro de Europa. Un debate aplazado, confiscado o más bien prohibido.
Los Veintisiete se habían comprometido a adoptar una “hoja de ruta” política antes de finales de año, en la que se debían detallar las principales etapas de una “integración solidaria”, citando la expresión sibilina que tanto le gusta al presidente Hollande. ¿Qué solidaridad financiera, qué capacidad presupuestaria común, qué control democrático?
No se trataba de zanjar todo, ni de avanzar hacia delante sin miramientos y de modo irresponsable, sino de poner en marcha a todas las instituciones de la Unión y, sobre todo, de iniciar un gran debate a cielo abierto. Había al menos dos motivos para hacerlo: la supervivencia de la zona depende de ello, pues los Veintisiete únicamente han evitado la catástrofe en cada una de las cumbres calificadas “de la última oportunidad” dando un paso más en materia de solidaridad financiera entre los Estados miembros; pero esta forma de avanzar en zig-zag, y ese es el segundo motivo, se hace por la coacción de los mercados, sin visión política y sobre todo, dando la espalda a las opiniones públicas.
Al no estar de acuerdo sobre los contornos de un nuevo federalismo europeo, los franceses y los alemanes han preferido la política del avestruz: Angela Merkel inicia un periodo electoral y no quiere asumir el más mínimo riesgo; y no hay nada que François Hollande tema más que volver a abrir las viejas heridas en su mayoría. Y asunto concluido. Pero esta política se basa en unos principios arriesgados, como si hubiéramos superado definitivamente la crisis y como si los pueblos pudieran conformarse con la austeridad a corto plazo.